En el día de la Madre
Es de Emile Faguet, si no me
equivoco, la siguiente alegoría: “Había cierta vez un hombre joven dilacerado
por una situación afectiva crítica. Quería con toda el alma a su bonita y joven
esposa, y tributaba también mucho afecto y profundo respeto a su propia madre.
Pero la relación entre nuera y suegra eran bastante tensas y, por celos tal
vez, la encantadora joven llegó a ser tan mala, que concibió un odio infundado
contra la venerable anciana. En cierta ocasión la joven colocó al marido entre
la espada y la pared: o él iría a la casa de su madre y la mataría y le traería
el corazón de la víctima, o la esposa abandonaría inmediatamente el hogar.
Después de muchas dudas e indecisiones, el joven hombre cedió”.
Y dice Faguet que, “aquel
conturbado marido, mató a aquella que le dio la vida, le arrancó el corazón de
su pecho, lo envolvió fríamente en un paño y regresó apresuradamente a su casa.
Pero sucedió que en el camino el caballo del joven, desbocado en loca carrera,
tropezó violentamente lanzando por los aires al infeliz jinete. Caído en tierra
oyó entonces él una voz que saliendo del corazón materno, le preguntaba llena
de desvelo y cariño: ‘¿Te has hecho daño hijo mío?”.
Con esta cruda alegoría el
mencionado autor quiso destacar lo que el amor materno tiene de más sublime y
conmovedor: su desinterés completo, su entrega gratuita, su ilimitada capacidad
de perdonar. La madre ama a su hijo cuando éste es bueno. Sin embargo, no lo
ama sólo por ser bueno. Lo ama también aunque sea malo. Lo ama simplemente por
ser su hijo, carne de su carne, sangre de su sangre. Lo ama generosamente sin
esperar ninguna retribución. Lo ama desde el propio vientre y en la cuna,
cuando todavía éste no tiene capacidad de merecer amor que le es prodigado. Lo
ama a lo largo de su existencia ya sea cuando ascienda al auge de la felicidad
y de la gloria, o cuando ruede por los abismos del infortunio y hasta del
crimen. Es su hijo, y eso es suficiente.
Este amor, altamente de acuerdo
con la razón, tiene en los padres también, algo de instintivo. En cuanto
instintivo, es análogo al amor que la providencia puso hasta en los animales
por sus crías. Para medir la sublimidad de este instinto, basta decir que el
más tierno, el más puro, el más soberano y excelso, el más sacro y sacrificado
de los amores que existió en la tierra, el amor del Hijo de Dios por los
hombres, fue por Este comparado al instinto animal. Poco antes de padecer y
morir, lloró Jesús sobre Jerusalén, diciendo: “¡Jerusalén, Jerusalén,
cuántas veces quise yo reunir a tus hijos como la gallina reúne a sus pollitos debajo
de las alas, y tu no quisiste!“.
Sin este amor no hay paternidad o
maternidad digna de este nombre. Quien niega este amor en su excelsa gratitud,
niega por lo tanto la familia. Es este amor lo que lleva a los padres a amar a
sus hijos más que a otros -de acuerdo con la ley de Dios- y desear para ellos
con afán una educación mejor, una instrucción mejor, una vida futura estable,
una superación verdadera en la escala de todos los valores, inclusive los de
índole social. Para esto los padres trabajan, luchan, economizan. Su instinto,
su razón, los dictámenes de la propia Fe, los llevan a asumir tal actitud.
Acumular una herencia, por ejemplo, para ser transmitida a los hijos, es un
deseo natural de los padres. Negar la legitimidad de ese deseo es afirmar que
el padre debe tratar a su hijo como a un extraño. Es destruir la familia.